Life style · 31/08/2016

Cómo ser una divorciada y no morir en el intento

Un día te despiertas, pones la mano al otro lado de la cama y está fría. Estás desconcertada, porque nadie duerme a tu lado y no te lo crees. De golpe te viene a la cabeza que tu pareja se ha ido de casa la noche anterior.

Te invade un sentimiento de soledad y tristeza enorme y empiezas a llorar. Gastas todos los pañuelos de papel que te quedan. Pero tienes que ir a trabajar…

Te levantas de mala gana, entras en la ducha y continúas llorando a moco tendido. Sales.

Te miras al espejo y te dices:

-¡Qué mala cara, por Dios!

Pero no tienes más remedio que arreglarte, tomarte el café y salir.

El dolor de cabeza es inmenso. Esto no lo arregla ni uno de los medicamentos más milagrosos.

Entras en la oficina, sin decir ni los buenos días; tus neuronas están colapsadas. Te sientas delante del ordenador con los ojos brillantes. No oyes nada ni a nadie de tu alrededor. Simplemente una voz interior te repite

– Estoy sola y he pasado de los 40. Ya me puedo morir porque no voy a hacer nada más en la vida.

Día 100% improductivo…

Llegas a casa con millones de pañuelos, que has comprado, bajo el brazo. Te pones delante el ordenador. Empiezas a leer blogs de auto-ayuda. Lees frases infinitas sobre que es mejor estar sola que mal acompañada; que la vida es amor pleno si te quieres a ti misma. Y tu llorando y diciéndote:

– ¡La vida es una mierda! ¡Si nadie me quiere! ¡estoy sola…! ¿Porqué me voy a amar a mí misma?

De repente te acuerdas que el próximo domingo tienes una comida familiar en casa de tus padres. Ellos no saben nada de tu nueva situación.

El mundo se te echa encima.

¿Cómo se lo dices?

Estás delante del teléfono. Buscas la mejor manera para anunciárselo. Cuando tienes memorizada y suavizada la frase correcta, les llamas. Escuchas la voz de tu madre y directamente le dices:

-Mamá, me he separado.

Silencio.

Luego te pregunta:

¿cómo estás?

Y empiezas a llorar como una magdalena.

Te habla dulcemente. Oyes, pero no la escuchas. Al cabo de lo que parece milenios, te despides de ella y cuelgas el teléfono. Estás más tranquila porque se lo has contado. Pero no te acuerdas de lo que habéis hablado.

Este es el fantástico primer día después de una separación.

Los siguientes no son mejores que el primero. Pero poco a poco vas informando a tus compañeros y amigos de lo que te ha pasado. Ya presupones que tu madre se encargará de la familia.

Pasan los días y tu vacía. Lees más frases de auto-ayuda, escuchas canciones o miras películas sobre amores y desamores para entender tus propios sentimientos. ¿Te ayudan? Para nada, por supuesto. Pero tu te convences que sí.

Te llaman los amigos para cenar en su casa. Están casados y con hijos. Les dices:

– No gracias, estoy muy cansada pero estoy bien, no os preocupéis.

Mentira.

Lo que realmente te pasa es que tienes envidia de ellos porque son felices, tienen una familia formada… y tu no!

Y lo que realmente te apetece es estar en brazos de un hombre que te desee.

Pero si vas del trabajo a casa y viceversa sin socializarte será un poco difícil, ¿no crees?

Después de días o meses sin rumbo fijo, llega a tus manos una revista de lifestyle y lees un artículo sobre el making-off de una película. Se estrena la semana siguiente. Tienes dos opciones:

  1. Ir al cine a verla o…
  2. Esperar que la emitan por la televisión.

Te armas de valor y te dices:

– Plan A: cine…

Después te vienen sentimientos contradictorios de cómo me van a mirar cuando compre una entrada. Pero firmemente te dices:

– Si, si. Iré. Tengo que salir de esta espiral.

Llega el día del estreno.

Te arreglas más o menos y vas a la sesión de tarde en la que suele haber menos gente, por si te miran raro, claro. Delante del vendedor susurras casi avergonzada: – Una entrada para el estreno, por favor.

Te da la sensación que te mira mal, porque vas sola.

Entras en la sala. Te sitúas en un lado discreto para que no te vean. Entonces te das cuenta que ir sola al cine no está tan mal porque hay más gente así. Luego respiras tranquila y te dices:

– Prueba superada.

A partir de este instante tu vida comienza a dar un pequeño giro. Empiezas a confiar un poco más en ti.

Siguiente bache: El día de la firma del divorcio. Un día para no recordar, por supuesto.

Te vistes con tus mejores prendas y te maquillas hasta las cejas para estar estupenda. No tienes ganas de verlo, pero sí de que tu ex te vea “radiante”. Estás con tu abogada mientras ultimas algunos puntos del convenio. Lo firmas i te vas, aparentemente más liberada.

Cuando estabas casada salías a cenar cada semana y descubrías restaurantes nuevos. Desde que te has separado, sólo haces menús de mediodía por motivos de trabajo. Y piensas:

– ¿Y por qué no darme un gustazo? Ya he salido al cine sola varias veces y no pasa nada.

Haces de tripas corazón y reservas una mesa para una persona en un restaurante de moda de la ciudad, que te han recomendado.

Siguiente paso.

-¿Qué me pongo?

Te invade un terror de pensar en tus michelines, tus patas de gallo y tus canas.

Hasta este momento te has estado lamentado tanto de tu vida que no has hecho nada para cuidarte. Este es el momento para empezar a mimarte y renovar tu armario.

Un sábado te vas de compras. Pero no cualquier cosa. Buscas el “vestido” perfecto. Pides consejo a la dependienta y finalmente te compras uno de rojo, entallado (no ceñido) y minimalista.

-Rojo, madre mía…¡Con lo fácil que sería llevar un vestido negro!

Eres morena y tienes que estar radiante, es tu prueba de fuego. Y nunca mejor dicho.

Buscas los complementos perfectos y te compras unos pendientes de botón y un bolso crossbody negro y rojo tejido a mano. Ambos hacen juego con el vestido.

Llega el día tan esperado de la cena (y odiado a la vez) porque irás sola. A primera hora de la tarde vas a la peluquería para que te corten y tiñan esos dichosos pelos.

Sales muy guapa. Llegas a casa, te duchas, te arreglas y vas a cenar.

Coges el móvil cargado al máximo porque al menos no te aburrirás: jugarás, entrarás en tus redes sociales y la cena se hará más soportable.

Estás ya en frente de la puerta del restaurante. No sé si por el vestido o por los nervios que te invaden, ves reflejada tu cara enrojecida en la placa de la entrada y piensas:

– ¿Qué hago aquí? y para más inri… ¡¡¡¡Sola!!!!

Aguardas cinco minutos para sobreponerte. Los minutos que necesitará tu mente para decirte:

– Tu vales mucho más que todas las tonterías que llevas dentro.

Aunque no te lo acabas de creer, te da la seguridad suficiente para entrar con elegancia. Te sientas, miras la carta, pides lo que te apetece. Luego das unos sorbos de la primera copa de vino blanco.

Estás enganchada al móvil sin mirar al resto de comensales por lo que pudieran pensar de ti. Levantas la vista un momento y te das cuenta que eres una más del restaurante y que nadie te mira. Los comensales de cada mesa están en sus cosas. Disfrutas de la cena y de tu segunda copa de vino.

Te relajas.

Y entonces te saluda una pareja que bien podrían ser tus padres y te dicen:

– Te felicitamos porque llevas un vestido precioso, estás fantástica e irradias serenidad.

Tu autoestima sube a toda velocidad hasta lo más alto de la torre Burj Khalifa. PUNTO DE INFLEXIÓN TOTAL. En definitiva, la motivación que necesitabas.

En este momento te das cuenta que tu vida no se ha acabado con el divorcio ni por ser una cuarentona. De que hay vida después de tu ex.

Entras en tu segunda juventud y te conviertes en dueña de tu vida.

Y todas aquellas frases de auto-ayuda que intentabas creerte empiezan a cobrar algún sentido.

Es a partir de este momento que disfrutarás de tus amigos y su familia sin envidias; de las noches de cenas en solitario con un buen manjar y una copa de buen vino. De relativizar muchas cosas y valorar otras. Y como no, del arte de la seducción con elegancia.

Y yo seduje a través del libro L’Elégance du hérisson